Por: Devanny Benítez Muñetón – Foto: Carlos Manco Zapata
“El éxito no es la clave de la felicidad, la felicidad es la clave del éxito. Si amas lo que haces, inevitablemente serás exitoso.” Anónimo
Concluía el año 1980 en Chigorodó. Transcurría el quinto día del mes de diciembre. Todos los corredores estaban adornadas con la parafernalia que acompaña las festividades decembrinas en Urabá. Una familia de tajadura conservadora y católica, de esas familias de antaño que ahora poco se ven, atendía la llegada de un nuevo integrante a la familia.
Carlos Manco Zapata, más conocido por amigos, alumnos y colegas como ‘Caliche’, nació y creció en una familia paisa de pura cepa, una familia que según él no le heredó ninguna vena artística. Y aunque menciona que pudiese ser buen cuentero por su sangre montañera, nunca, ni un relato, ni un pase de danza, se escaparon del cuerpo de su padre, y menos de su madre.
Anónimamente el arte irrumpió en la vida de ‘Caliche’. Como buen hijo de creyentes, se formó en Colegio Diocesano. El Laura Montoya de Chigorodó abrió sus aulas a un chico tímido que le gustaba zapatear al son de las tamboras. Como en las tablas, moviendo sus piernas con galopada loca, corría hacia al otro lado del poblado para reunirse con un puñado de amigos que secundaban su afán de baile.
Como Sócrates con Platón, dos grandes mentes culturales marcaron la vida del popular ‘Caliche’. La primera, quien fuese su director de teatro, de danza y en algún tiempo director de la Casa de la Cultura de Chigorodó, Fernando Ñungo, forjó el alma adolescente del muchacho Carlos. Ñungo le enseñó a comprender algo que hoy por hoy profesa y aplica, y es que el arte se debe aprovechar para formar personas y no proyecciones artísticas. La segunda, María Victoria Suaza, reveló a un ‘Caliche’ más maduro, que su despertar artístico, ese que le hacía brillar interpretando personajes, tocando instrumentos y bailoteando, podía ser su profesión y su vida.
Creyendo en las palabras de otro, que le llamase maestro, aprovecho el arte y la creatividad para llegar a la gente. Apenas siendo un chiquillo, ganando poco más de cien mil pesos, lideró semilleros que lo llevaron a la cúspide. En 1998, con un año de graduado, se convirtió en educador y aunque confiesa, después de tanto tiempo, que hay momentos complicados, también asevera que: “cuando uno disfruta lo que hace, el trabajo de educar se vuelve relativamente fácil”.
En sus vitrinas reposan, resonantes y pomposos, trofeos como campeón departamental de cuentería, un departamental de danzas (primero en la historia de Chigorodó) y la satisfacción de haber podido llevar a sus pupilos danzarines hasta Ecuador, mostrando las raíces que lo levantaron, a orillas de un rio de guaduas.
Hoy, feliz de lo que ha sido, se pasea por Colombia, utilizando el arte como estrategia para trabajar habilidades para la vida. Con miembros de la etnia Wayú, citadinos y demás, entre fundaciones y ONG, lleva con orgullo la bandera cultural de la tierra que lo vio nacer.