Por: Ana María Muñoz Ramos – Foto: Sergio Ríos
“Ahora vamos a saborear un cuento corto inspirado en aquel oficio característico en una zona costera como la nuestra”
Apenas se divisaba un pequeño rastro de luz solar en aquella oscura madrugada, la brisa costera soplaba con fuerza, haciendo estremecer las enormes palmeras que bordeaban la orilla del mar, la pequeña balsa gastada esperaba entre la arena a su pescador, con pasos lentos pero enérgicos zarpó, sombrero en mano y camisa a medio abotonar, el océano facilito su ingreso con algunos estremecimientos, poco a poco el remo danzaba con las olas acercándose a una de las atarrayas que esperaban con la pesca del día.
Contó quince “pescaos”, los dispuso con cuidado, mientras se dirigía al punto donde esperaba se encontrara la otra atarraya, pensaba en lo enorme que era el océano que a diario sustentaba a su familia, era tan misterioso y tan hermoso que le producía temor, siempre pensó que hacía parte de él, sus manos atraparon la enorme atarraya, la recogió con suavidad para emprender el regreso a tierra luego de dos horas en alta mar.
En la playa se encontraban otros pescadores, la mayoría de ellos tenían un acento costeño, chocoano, otro que parecía ser una mezcla del costeño, paisa y chocoano, uno podría pensar que es el resultado de ese hablado característico de la zona de Urabá, “Alino, vení” decía un compañero que se encontraba cerca alistando su canoa para el día siguiente, “más tarde vamos prepará alguito para que vayas pues con tu muje”, asintió nada más con un sonrisa, arregló con rapidez su pequeña balsa, y se alejó.
Su labor había concluido, puesto que de la venta se encargaba su hijo mayor, y de la preparación de los alimentos lo hacía en compañía de su mujer. De regreso en casa todos parecían muy complacidos con su presencia, un buen vaso de peto no podía faltar cada mañana luego de su ardua labor, Haroldo estaba listo para salir a vender, y con una despedida bastante alegre se alejó, con la carga de pescados.
Eran las ocho y los visitantes de la plaza de mercado no se hicieron esperar, eran vísperas de semana santa por lo que en menos de una hora había vendido todo aquel pescado fresco, una de sus clientas predilectas doña “Martina” no faltaba un solo día en el puesto, era de las primeras en llegar para seleccionar el más grande.
En aquella casa de madera colorida en la que habitaba Alino con su familia, salían vapores que hacía saborear a quien estuviese cerca, un bullerengue urabaense de fondo acompañaba la preparación, danzaba estrepitosamente con Blanca su esposa, ya el pescado, el arroz con frijolito, la ensalada dulce y el dulce de papaya reposaban sobre el comedor, sin duda al observar su fortuna el pescador hablaba con la brisa para agradecer.