Por: Devanny Benítez Muñetón – Foto: Terminales Medellín
Caminando entre carreteras de cemento y otras tantas de piedras, descubro con mirada atenta cada centímetro de concreto que erige mi pueblo, en el Urabá antioqueño.
Transitaba Chigorodó. El sol se preparaba para dormir detrás de las montañitas color verde vida ubicadas en el oeste de la urbe. Camino paciente, sin tanto agite. Me tomó unas miradas darme cuenta que tan solo a pocos pasos, en una pequeña casita, dos niños jugueteaban entre sí. No sé si eran parientes. Quizás sí. Me pasmó la felicidad que los inundaba, era una alegría casi imposible de materializar, de sentir. Reían, gritaban, corrían y decían, no sé qué, a todo pulmón. Era una felicidad de pueblo, una felicidad que no se ve en las grandes metrópolis. Solo había dado unos pasos más. Me advirtieron. Me contagiaron. Fue imposible no sonreírles.
En la otra orilla de la calzada, dos damas ya entradas en edad, tertuliaban como de rutina en Urabá. Tertulias de largas horas de los veteranos, de esas que sabemos, donde se toma tinto y se achacan actos a los vecinos. Donde si te arrimas te dan consejos y te echan ‘cantaleta’. Ellas también me percibieron, al menos una de ellas. La otra miraba atentamente a los niños de enfrente mientras dejaba caer una sonrisa nostálgica. También estaba maravillada con tanta alegría. Mientras tanto la otra dama levantaba su cabeza hacia mí en señal de saludo. Le sonreí y continué mi caminata.
Mientras reanudaba mi andar, descubrí entre pensares que Urabá tiene una magia propia que contagia. Un sortilegio que hace feliz a las almas. ¿Qué será de ellos? No lo sé. Lo único tangible es que mientras los cinco entre sí nos distinguíamos fuimos felices.